La literatura como relato alternativo sobre el pasado
Rosa
E. Belvedresi (UNLP - CONICET)
Versión borrador, parcialmente leída en el Congreso Orbis Tertius (mayo 2012, La Plata)
Plantear la relación entre
historia y literatura no parece suponer un punto de partida demasiado original,
pues el vínculo entre ambas ha sido objeto recurrente de análisis, tanto desde
la teoría de la historia como desde la teoría literaria. Hay algunas
cuestiones, sin embargo, que me interesan remarcar en el contexto de este
trabajo. Empiezo por una constatación sencilla: las denominadas “narrativas
históricas” están en los primeros puestos entre los libros más vendidos en el
mercado argentino, así como ocupan un lugar visiblemente destacado en cualquier
librería que pueda visitarse. Estas narrativas no se ocupan solamente del
pasado reciente, es decir, no tienen por tema exclusivamente una porción del
devenir histórico que, en alguna medida, forma parte de las vivencias del
lector, sino que en muchos casos relatan hechos que se pretenden sucedidos en
el siglo XIX, en los albores de lo que hoy es nuestro país. Entre ellos se
pueden ubicar textos más definidamente de “ficción”, en los que la ubicación en
el pasado es sólo una excusa para narrar una historia en la cual el contexto
históricamente aludido (las guerras por el avance de la frontera frente el
indio, por dar un ejemplo) forma parte, simplemente, del trasfondo de lo que
está siendo contado. En estos casos, la precisión de la reconstrucción del
escenario histórico en el los sucesos narrados se ubican permite darle
credibilidad a la narración. Para esos relatos, la historiografía, la historia
científica, oficia de autenticadora de la información que conforma el escenario
en el cual las peripecias de los personajes se desarrollan.
A mí me interesan otro
tipo de narrativas históricas, aquellas en las que su propia construcción
entabla una relación particular con la historia científica, una relación de
discusión y de confrontación, de disputa finalmente acerca de la potestad de la
primera para hablar del pasado. En tal sentido, considero importante tener en
cuenta dos puntos básicos sobre los que se suele plantear las discusiones entre
una y otra: 1) la disputa verdad - ficción; y 2) la oposición objetividad -
punto de vista interesado.
La primera cuestión ha
sido central en los desarrollos de la filosofía de la historia desde la
aparición de Metahistory de H. White en 1973, por citar una fecha,
(aunque puede identificarse su pre-existencia en la llamada filosofía analítica
de la historia). La diferenciación clásica entre relatos históricos y relatos
literarios se funda en que los últimos serían relatos de ficción. H. White
discute esta caracterización y pone de manifiesto que el relato historiográfico
también responde a una “poética” de la imaginación histórica, de manera tal que
parece difícil sostener la simple dicotomía según la cual: “la diferencia entre
‘historia’ y ‘ficción’ reside en el hecho de que el historiador ‘halla’ sus
relatos, mientras que el escritos de ficción ‘inventa’ los suyos”.
Por su parte, L. Mink
analiza las narraciones en términos de su “función cognitiva”, es decir, la
capacidad de síntesis que poseen y que posibilita el ejercicio de una
“comprensión configuracional”. Las descripciones de los sucesos no son el
material crudo a partir del cual se construyen las narrativas, más bien, dichas
descripciones son una abstracción de una narrativa. Que algo cuente como un
“suceso” no depende tanto de su definición aislada sino de la particular
construcción narrativa en la que se inserta. Mink incluso avanza más al señalar
la incompatibilidad entre el concepto de narrativa y el de representación
histórica; pues, para hacer compatibles ambos, haría falta sostener la idea de la Historia Universal,
es decir, la idea de que hay una realidad histórica determinada que es el
referente para todas nuestras narrativas de lo que realmente ocurrió, la Historia Universal
permanecería así como el relato no contado al que las narrativas históricas se
aproximan. De
aquí no se siguen tesis negacionistas acerca de que el pasado no ocurrió, sino
más bien que el pasado puede hacerse inteligible sólo como sujeto de los
relatos que contamos.
La discusión de la
dicotomía tradicional historia/literatura ha sido también cuestionada por P.
Ricoeur quien en Tiempo y narración (1983-85) sostiene la tesis de la
“identidad estructural entre historiografía y relato de ficción”.
Siguiendo
en la línea de estos intentos de hacer más notorio el elemento ficticio que
informa los relatos que hablan del pasado, hay que recordar que toda hipótesis
interpretativa (que son el contenido de los libros de historia) supone una
puesta en consideración de cierta información empírica al servicio de una
lectura que nos dice que consideremos ese texto como si así hubieran ocurrido los sucesos allí descriptos. En los
textos historiográficos ese “como si” permanece elidido en la narración, la que
parece así desprenderse casi directamente de la evidencia empírica. En
paralelo, el “como si” queda asociado a la “pura” ficción literaria.
Elegí
para considerar dos textos que son ambos objetos recurrentes de análisis por
considerarse ejemplos de un tipo particular de literatura practicada por
escritores “comprometidos”. Ambos parten de hechos cuya ocurrencia puede ser
fácilmente corroborada según los datos que nos brinda la información histórica:
Castelli muere en 1812, mientras es sometido a juicio por el Trinvirato,
aquejado por un cáncer de lengua. El cadáver de Eva Perón fue robado durante la
“Revolución Libertadora” de 1955 por el coronel Carlos Moori Koenig, siguiendo
órdenes del Gral. Aramburu. Rivera construye su relato a partir de unos
cuadernos que, supuestamente, habrían pertenecido a Castelli, licencia
literaria que le permite “hacer hablar al personaje”.
Walsh organiza su relato a partir de una conversación, que habría efectivamente
tenido lugar, con el coronel Moori Koening.
El
que se trate de textos “literarios” se hace evidente en su propia presentación,
en la medida en que faltan las referencias precisas a las fuentes de las que se
toma la información que les da contenido. Mientras un texto de historia debe
dar cuenta inevitablemente del origen de los datos que utiliza, el texto
literario toma una situación cuya existencia está fuera de duda para el lector,
y a partir de allí propone una descripción que nos permite pensar en lo
sucedido sin estar atados a la rigurosidad de lo que las fuentes expresan. Más
todavía, el texto literario encuentra su razón de ser allí donde el de historia
no puede escribirse, porque no hay datos o porque se permite ir más allá de lo
que los datos disponibles permiten inferir.
Pero
hay, también, otro sentido en el que estos textos literarios ocupan un lugar
que la historia no puede reclamar: ellos pueden describir, hacer visibles
aspectos de la realidad pasada que no son objeto de investigación histórica,
por considerar que atentan contra la “objetividad” científica. Ellos permiten
al lector imaginar, pensar, pasados alternativos, todos igualmente posibles
puesto que no hay datos que los refuten. Pero esos pasados son alternativos también porque disputan la interpretación
histórica aceptada, la de la linealidad causal, la de los grandes hombres y las
grandes empresas. Frente a ella, rescatan la mirada del vencido, del otro, pero
también de lo otro (la enfermedad, el cadáver, los vómitos) los deshechos, que
resultan un material impuro para el ejercicio de la comprensión histórica
tradicional.
En
el marco de este análisis no me interesa la figura de los autores de los textos
que voy a considerar (autores que tienen cierta visión de la escritura), sino
más bien algunas cuestiones que los textos expresan y que me permiten mostrar
que se trata de textos que hablan del pasado, de un modo en que la historia no
sólo no lo haría sino que es, justamente, el modo en que no podría hacerlo.
Así, no me preocupa tanto si los textos al hablar del pasado hablan del
presente (cuestión inevitable, después de todo), sino el modo en el que,
efectivamente, hablan del pasado.
Como decía, el elemento
que suele señalarse como central para distinguir entre historia y literatura es
el carácter “ficticio” de la segunda, frente a la pretensión veritativa de la
primera. Pero esta distinción es confusa porque parece suponer que la ficción
se opone a la verdad, o, lo que es lo mismo, que la ficción es la falsedad
deliberada. Tal
dicotomía expresa un empobrecimiento de las posibilidades de aproximarse al
mundo de formas diferentes a las asociadas a la actividad científica. De manera
tal que las diversas alternativas estéticas de tratar con el mundo, de darle
sentido, o de cuestionar aquél con el que se nos aparece, quedarían relegadas
al ámbito de la mera ilusión, de la fantasía. Siguiendo algunas ideas de Saer,
puede decirse que este enfoque es poco productivo: “no se escriben ficciones
para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el
tratamiento de la ‘verdad’, sino justamente para poner en evidencia el carácter
complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a
lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento… [la ficción]
no es la claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de
una un poco menos rudimentaria”.
Las
narraciones que voy a analizar pueden considerarse construcciones textuales que
parten de supuestos “testimonios”: las palabras de los testigos. En un caso, se
trata de los cuadernos que Castelli habría escrito ya cuando el cáncer no lo
dejaba hablar; en el otro, se trata del testigo a quien el narrador entrevista
y que mantiene un secreto que éste intenta develar. En cada texto el testigo
ocupa roles distintos, Castelli, voz que a veces habla en primera persona y a
veces es hablada por el narrador que nos dice lo que va escribiendo, haciendo o
pensando, habla de algo que no termina de entender. Es un actor histórico para
quien la historia ha pasado sin resultarle clara ni evidente la dirección que
ha tomado. Las condiciones de su acción, así como sus resultados constituyen
elementos sorpresivos que lo han “asaltado” a él y a otros, y los han colocado
en cierto lugar en el que no han decidido estar. Mientras Castelli intenta
hablar de aquello que quiere entender, o que quiere dejar escrito, el coronel
mentado por Walsh, es un testigo que sabe algo que no quiere develar pero
además, también, percibe que el curso de los acontecimientos ha cobrado un giro
inesperado, y lo amenaza.
En
ambos textos es insistente la presencia de los muertos, claramente en el caso
del relato de Walsh, pero también en el de Rivera. Los muertos son las huellas
que el paso de la historia ha dejado, y sobre esos muertos ejercen su poder los
vivos, los que han ordenado su muerte o los que se han beneficiado de ella. El
propio Castelli es, casi, un muerto (militar y civil, pues está siendo juzgado,
y biológico porque su cáncer avanza rápidamente). Los muertos resultan, así,
los personajes centrales de la historia, y no su residuo. La historia en estos
relatos no es una sucesión de triunfos que linealmente desenvuelven una
teleología inevitable, esa comprensión de la historia es válida sólo para
aquellos a los que resulta conveniente. Para los otros, los traicionados por la Revolución, en un caso, los que sufren ultrajes y
cuya herencia es ocultada y retaceada, en el otro, la historia es un conjunto
de restos dispersos que son permanentemente excluidos de las grandes teorías
historiográficas, pero en cuya comprensión se juega la disputa por el sentido,
un sentido que no está dado para siempre sino que requiere ser construido y
encarnado en aquellos a los que la historia oficial (el “historicismo” del que
habla Benjamin) han dejado sistemáticamente de lado. De tal manera, estos
relatos literarios también formulan descripciones que se pretenden verdaderas,
pero que son verdaderas de otra manera, citando nuevamente a Saer: “sin estar
de ninguna manera obligado a plegarse a la estética del realismo, el escritor
debe introducir, a su modo, en la relación del hombre con el mundo, el
principio de realidad, que desbarata el conformismo enfermo de la ideología e
intenta dar una visión más exacta del universo”.
Castelli, se pregunta
“para qué sirve mirar lo que no se puede
cambiar” (p.23), y se responde: “La historia no nos dio la espalda: habla a
nuestras espaldas” (24); pasado el furor de mayo de 1810, en el juicio, Rivera
nos dice que “Castelli sabe, ahora, que el poder no se deshace con el desplante
de un orillero. Y que los sueños que omiten la sangre son de inasible belleza”
(33). Castelli no habla en el juicio, pero ha comprendido que el rechazo de la
enseñanza de San Agustín (“La misión de la iglesia no es liberar a los
esclavos, sino hacerlos buenos”, 37) y en cambio “defender la verdad. La suya
al menos” (37), de la libertad e igualdad de los indios como hombres, es lo que
está siendo enjuiciado. Lo sabe, lo ha entendido, pero no habla (no escribe) esa verdad. Se mantiene
al margen de esa historia que escriben los poderosos, los que se han apropiado
de la lucha de los revolucionarios de mayo, los que no aceptarán nunca poner en
duda la religión y el sistema político que les garantiza sus negocios. Reconoce
que la Primera Junta
“y su ejército” “no supieron” luchar contra el poder establecido, o peor aún,
lo “respetaron” (78). Su cáncer de lengua es entonces una metáfora, no es el
cáncer lo que le impide hablar, sino los poderosos los que le han cortado la
lengua: “Ustedes me cortaron la lengua. ¿Por qué? Ustedes tienen miedo a la
palabra” (46). Pero también ha quedado solo “Compañeros, soy Castelli… No me
dejen solo, compañeros, en esta pelea. ¿Dónde están, compañeros? ¿Dónde, que
tengo tanto frío?” (48). El suyo es el destino de aquellos otros revolucionarios,
“demócratas furiosos, hambrientos de sangre y pillaje” que los ha conducido al
fracaso, la soledad y la muerte. Castelli, el “orador de la Revolución”, el “joven profeta iracundo”, uno de
“los empiojados” (96), contempla el fin de su sueño, la victoria permanente de
los poderosos.
Los muertos pueblan ambos
relatos. Los muertos propios, y los de los otros. La Revolución de mayo está
lejos de ser una gesta patriótica limpia y “civilizada”, después de todo: “La Revolución… se hace
con palabras. Y con muerte”, pero también, al matar (que es el instrumento del
orden establecido) “la revolución se pierde” (46). La Revolución se ha
perdido: “No hay nada detrás de nosotros; nada, debajo de nosotros que nos
sostenga. Revolucionarios sin revolución: eso somos. Para decirlo todo: muertos
con permiso. Aun así, elijamos las palabras que el desierto recibirá: no hay
revolución sin revolucionarios” (53). De la realidad sólo se escriben algunas
cosas, las que pueden servir para ensalzar a los señores “expectables”, pero no
se habla de sus vidas ocultas, en las que se desdicen de lo que juran en las
misas y en la Iglesia. En
eso que no se escribe también está la revolución traicionada: “Un país de
revolucionarios sin revolución se lee en aquello que no se escribe” (78). Así, se pregunta: “¿qué
nos faltó para que la utopía venciera a la realidad?... Escribo la historia de
una carencia, no la carencia de una historia” (56). Pero la escritura, en la
que se ha refugiado Castelli, tampoco garantiza nada, “porque las palabras…
traicionan al recuerdo. Y si el recuerdo se traiciona a sí mismo, la escritura
traiciona al recuerdo” (76).
Su derrota, su soledad, y
finalmente su muerte no son excusa en la novela para defender la inamovilidad y
justificar el orden existente. Más bien lo contrario, las palabras de Castelli,
a pesar del dolor y la frustración que expresan, trasuntan otra verdad, y es
que el orden existente en mayo de 1810 es injusto, porque niega la verdad
fundamental de la igualdad entre los hombres, oculta la iniquidad de una
sociedad fundada en el poder que da el dinero. Esa estructura injusta es la que
expresa Rivadavia, quien, finalmente, obtendrá los beneficios de la revolución,
pero por caminos que no fueron los que algunos de los revolucionarios se propusieron
(97), después de todo hay un “intransferible y perpetuo aprendizaje de los
revolucionarios: perder, resistir. Y resistir. Y no confundir lo real con la
verdad” (130). Esta última expresión podría leerse como la refutación de la
famosa afirmación hegeliana “lo real es racional / lo racional es real”, lo
real no es la verdad, es sólo lo existente, lo que ha vencido, pero la verdad
está en otro lado, entonces, ¿del lado de los que han sido vencidos?
Lo real es el orden, un
orden injusto frente al cual se planta Castelli, sus enemigos (Saavedra y
Álzaga, “realistas solapados”) expresan ese orden que “perpetúa la desigualdad,
como si el orden que perpetuase la desigualdad fuese un mandato divino” (141).
El orden existente es injusto, ésa es la verdad, y es “escandalosa… Lo demás es
aflicción inútil, retórica inútil”. Para Castelli la revolución, como la
muerte, “es un sueño eterno” (125, 150).
El relato de Walsh asume
un riesgo interesante, contar con la voz de un testigo para quien el narrador
no dispensa ninguna simpatía. Una voz que expresa, también, la morbosidad que
le despierta un cadáver, un sentimiento necrofílico cuya valoración negativa es
independiente del punto de vista político que expresa quien lo manifiesta. Ese
testigo tampoco sabe bien qué dirá la historia, puesto que él no va a
escribirla “algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir
usted”, le dice al narrador. Aun cuando nadie entienda su papel, el coronel
dirá “yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar
bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?”
Castelli y el coronel
comparten una misma idea: la historia la escriben los que ganan, pero mientras
Castelli se sabe del lado de los vencidos, el coronel espera que la historia lo
ponga en un lugar relevante, después de todo ha cumplido su deber de obediencia
con los representantes del orden, ha hecho lo que tenía que hacer. Claro que su
deber fue hacer “el trabajo sucio”, pero igualmente está convencido de que ha
contribuido a la marcha de la historia. El narrador lo presiona para que le
diga dónde está el cadáver de “esa mujer” “¡yo escribo la historia, y usted
queda bien, bien para siempre coronel!”. “Cuando llegue el momento… usted será
el primero…”, replica el coronel. Pero no da la información, tampoco importa
para el relato o para el lector. El texto de Walsh no está escrito para
fundamentar una búsqueda historiográfica, sino para expresar, también como en
Rivera, la persecución de un sentido, la comprensión de un aspecto inasible de
la verdadera realidad, que no describen los libros de historia.
Ambos relatos, entonces,
exhiben las complejidades del pasado, lo abordan en maneras que la historia
tiene vedadas (de ahí el oxímoron que para algunos contiene la expresión “novela
histórica”). Abren lo no dicho, rompen los estereotipos, dejan en evidencia la
verdad oculta tras las apariencias: los hombres “expectables” de los que habla
Castelli se acuestan con mujeres que no son sus esposas, esclavizan a otros
seres humanos, roban y ocultan un cadáver, matan sólo guiados por su ambición.
Mientras la literatura los deja al descubierto, la historia los oculta bajo
descripciones pretendidamente objetivas y desinteresadas.
Mink, L.:
“Narrative Form as a Cognitive Instrument”, 1978
Saer, El concepto de ficción, 11-12. También: “la
primera exigencia de la biografía, la veracidad, atributo pretendidamente
científico, no es otra cosa que el supuesto retórico de un género literario”
(10), y: “podemos definir a la ficción como una antropología especulativa” (16).
Saer, Literatura y crisis argentina, p.126.